La forma en la que nos expresamos es nuestra carta de presentación. En el plano oral y escrito se cometen infinidad de errores, más por ignorancia que por cualquier otro motivo. El desconocimiento de los entresijos de cada lengua comienza a ser habitual y defendido por quienes argumentan que la lengua la modelan sus hablantes, y que el latín —por sacar a relucir el manido ejemplo— evolucionó gracias a la lengua vulgar, no a la culta. En efecto, esto es así: las lenguas son como tal y evolucionan por sus hablantes. Pero eso no nos exime de responsabilidad; es más, hoy somos más responsables que nunca de los cambios que acontecen en la lengua.
Con los medios de antaño era fácil que se notara la diferencia entre personas instruidas en su propia lengua y las que no. Hoy en día, quien no accede a un diccionario o a una gramática es porque no quiere. Solamente con tener conexión a internet se puede tener acceso a herramientas muy útiles para el aprendizaje de una lengua: ortografías, gramáticas, diccionarios, corpus, traductores, etc. Es decir, el conocimiento está al alcance de nuestra mano. Otra cosa muy diferente es que haya voluntad de acceder a los documentos que nos proporcionan tal conocimiento. Desde luego, la labor más difícil para los interesados en las lenguas es la de adaptar lo que aparece en los libros a los medios actuales, donde prima lo audiovisual o de rápida lectura. El público o lector puede tener mucho, poco o ningún conocimiento sobre gramática. Ahora bien, por este motivo hay que utilizar con mucha propiedad la función metalingüística, precisamente para que el lector sea capaz de descodificar el mensaje. Por tanto, el objetivo es doble: despertar interés en ciertos aspectos de lengua —con un registro adecuado al medio— y centrarse en aquellos que sean de importancia inmediata —i. e., referidos a expresiones innecesarias o construcciones erróneas—.
La importancia del modo
Es probable que exista una desconexión entre los hablantes y las obras de consulta que adornan las estanterías de las bibliotecas y las librerías. Por este motivo, es necesario poner la lupa sobre la lengua y ver qué cuestiones deben ser inmediatas. Un ejemplo muy común en el plano oral lo encontramos en el llamado infinitivo de generalización: «Por último, recordar que el único partido que ha presentado una iniciativa de reforma de la Constitución (el 16 de junio de este año) ha sido el PSA» (El País, 1/11/1980). Este uso, común en el plano oral, se considera poco recomendable porque el infinitivo ejerce la función de verbo principal de la oración. También se lo suele llamar infinitivo radiofónico porque su uso está muy extendido en este medio. Este es tan solo un ejemplo que pone de manifiesto lo importante que puede ser acercar la lengua a sus hablantes.
En la actualidad, la Fundéu y la RAE cuentan con secciones dedicadas a las consultas que tengan los usuarios. A través de un correo electrónico, la página web o Twitter, es posible obtener una respuesta inmediata a cuestiones que estén relacionadas con la lengua —v. gr., cómo escribir una palabra, qué significa un término y cuáles son sus sinónimos o qué expresiones podrían ser censurables o gramaticalmente incorrectas—. Es decir, hay una gran facilidad para estar informados sobre aquellos aspectos de la lengua que nos interesen. La versión web del Diccionario de la lengua española recibió 801 millones de visitas durante el año 2016. Hay, por consiguiente, un interés en conocer el significado de ciertas palabras o, simplemente, en saber cómo se escriben. Y esto se debe, en buena medida, a que existe la posibilidad de resolver estas cuestiones en cuatro teclazos.
Filtrar la información
Uno de los problemas más importantes a los que nos enfrentamos tiene que ver con la abundante cantidad de información que recibimos a diario. Lo difícil es filtrar esa información y convertirla en conocimiento. Por citar algún ejemplo, ¿cuántas veces habremos visto esa noticia cuyo titular dice que la RAE ha aceptado la palabra cocreta? En efecto, la información es falsa, pero la noticia habrá corrido como un reguero de pólvora. Además, hay que enseñar a leer e interpretar un diccionario. Las marcas de uso, por poner un ejemplo, nos dicen si esa palabra está en desuso, si es propia de un área geográfica concreta o, simplemente, si es de uso culto, malsonante o vulgar, etc. Es lo que ocurre con almóndiga y toballa, palabras incluidas en el DLE pero en desuso, como queda especificado en sus respectivas acepciones.
Lo mismo ocurre con otros bulos que se propagan muy fácilmente. La búsqueda de esos titulares efectistas —llamados clickbaits— hace que se afirme desconsideramente que la RAE prohíbe el uso de «todos y todas» o que considera sólo con tilde como una falta de ortografía, cuando no es así. Puede desaconsejar su uso, pero no prohibirlo. Entre otras cosas porque la Academia no es juez, sino notario de lo que los hablantes decimos.
En resumen, la actitud hacia la lengua debería ser totalmente opuesta a la que hoy es mayoritaria. Se debería fomentar el uso de corpus para saber cómo utilizar una palabra o expresión en su contexto; habría que informar a los usuarios sobre cómo usar y leer un diccionario; también sería necesario concienciar de cuáles son los recursos disponibles en la red y cómo buscar en ellos. La Nueva gramática de la lengua española y la Ortografía de 2010 están disponibles en formato digital y, además, admiten búsquedas por lemas. Es decir, solo hace falta voluntad y hacer crecer la semilla del interés en nuestra lengua. Basta con leer esta cita de Álex Grijelmo en La seducción de las palabras para avivar ese sentimiento:
Nada podrá medir el poder que oculta una palabra. Contaremos sus letras, el tamaño que ocupa en un papel, los fonemas que articulamos con cada sílaba, su ritmo, tal vez averigüemos su edad; sin embargo, el espacio verdadero de las palabras, el que contiene su capacidad de seducción, se desarrolla en los lugares más espirituales, etéreos y livianos del ser humano.