He soportado pobreza, enemistades, injurias no pocas ni leves (tal como muchos saben), […] con ánimo fuerte e íntegro, y alentado únicamente por el amor a las letras. Y esto lo he hecho no para alcanzar algún placer, no para obtener lucro, cosa que habría conseguido si hubiera cambiado las letras por los negocios. […] Arda el ánimo de los estudiosos de avidez, pero no de oro y de riqueza, sino de buenas costumbres y sabiduría. (Leon Battista Alberti, «De las ventajas y desventajas de las letras»).
En tiempos como los actuales y con los términos más neciamente contemporáneos, dedicarse a las letras es una tarea ineficiente, improductiva, lúdica u ociosa, además de difícil y peligrosa. Y digo esto último porque, per se, es difícil que a un joven estudiante lo inciten a estudiar latín y griego clásico si destaca en los estudios. Ese viejo dicho de que «el que vale, vale, y el que no, para letras» resuena en las mentes de padres, maestros e, incluso, de los propios alumnos. Cada vez es más difícil descarriarse, aun a riesgo de dedicar la vida a materias que poco o nada pueden aportar al conocimiento propio. Todo en aras de un próspero futuro.
Ese futuro se rige por el criterio de empleabilidad, que es el punto de partida de la universidad como expendedora de títulos. La actual «titulitis» —esa grave enfermedad que consiste en añadir líneas al currículum— fomenta que determinadas disciplinas queden en el ostracismo. Lo mismo aplicado a los idiomas: de poco sirve interesarse por el occitano, el retorromance o el gallego si no se acredita un determinado nivel de inglés. Es, al fin y al cabo, una sinécdoque: el todo —los idiomas— por la parte —el inglés—.
Además, sería osado asegurar que es necesaria una capacidad especial para dedicarse a las letras o a las humanidades, en general. Sin embargo, basta con acudir al Diccionario de la lengua española para dar cuenta de que, quizá, optar por el estudio del latín no es una fácil labor. La locución verbal saber latín es un buen ejemplo: cuando se dice que alguien sabe latín, se está haciendo referencia a la inteligencia o astucia de esa persona. Sin embargo, puede que estas cualidades no sean las más requeridas a la hora de elegir qué estudiar. Los datos así lo demuestran: el porcentaje de estudiantes matriculados en los grados de la rama de Artes y Humanidades es del 10 %, mientras que el resto se divide en Ciencias Sociales y Jurídicas (46,1 %), Ingeniería y Arquitectura (19,2 %), Ciencias de la Salud (18,7 %) y Ciencias (6 %), según los últimos datos ofrecidos por el Ministerio de Educación.
Aunque resulta más plausible que el estudio de las letras sea obviado por otras razones, ora por no conocer cuál es la verdadera utilidad de estos estudios, ora por una cuestión de prestigio, de estatus social. A este respecto, Antonio Valdecantos, filósofo y catedrático de Filosofía Moral, asegura lo siguiente:
Si por algo se distingue, en la actualidad, cualquier enseñanza y estudio que merezcan la pena en el ámbito de las letras es por constituir un factor de desorden y de indisciplina, aunque no en el sentido clásico (conforme al cual se suponía que la adquisición de saber fomentaba el espíritu crítico y la conciencia social), sino porque las circunstancias presentes de estos estudios reducen a quien quiera cultivarlos a una condición semejante a la del paria (2014, p. 29).
¿Hacia un mundo más eficiente?
Sería difícil imaginar un mundo como el actual sin relatos homéricos, sin enseñanzas socráticas o sin diálogos platónicos, por más que el empeño y la cadencia actual sea desecharlos de los planes de estudios. Del mismo modo, un mundo sin traductores sería impensable, pues no solo no conoceríamos toda la producción del mundo antiguo, sino que seríamos incapaces de establecer contacto entre culturas. Las bibliotecas devendrían adustas y las palabras de otra lengua perderían sus significados, pues quien no la conociera sería incapaz de descifrar su contenido. Y qué decir de los intérpretes, cuya ausencia provocaría que los líderes políticos actuales no supieran ni saludarse, o que las reuniones de los organismos supraestatales no sirvieran en absoluto, pues los fonemas ajenos nos sonarían igual que los ladridos de un perro.
La situación de marginación que sufren las disciplinas humanísticas se irá agravando con el paso del tiempo, sobre todo si no se toman medidas que promocionen tales estudios. Nada hace presagiar que el porcentaje de alumnos matriculados en grados de Humanidades vaya a aumentar en detrimento de las otras disciplinas. Más aún si se sigue fomentando la idea de que el latín y el griego clásico son lenguas muertas, en lugar de pensar que dichas lenguas nos permitirían conocer mejor las civilizaciones griega y romana. Y, sobre todo, la nuestra. Esta idea la resume perfectamente Antonio Gramsci en Cuadernos de la cárcel:
En la vieja escuela el estudio gramatical de las lenguas latina y griega, unido al estudio de las literaturas e historias políticas respectivas, era un principio educativo en la medida en que el ideal humanista, que se encarna en Atenas y Roma, estaba difundido en toda la sociedad, era un elemento esencial de la vida y la cultura nacional. […] El aprendizaje parecía desinteresado, porque el interés era el desarrollo interior de la personalidad […]. No se aprendía el latín y el griego para hablarlos, para trabajar como camareros, como intérpretes, como agentes comerciales. Se aprendía para conocer directamente la civilización de ambos pueblos […] o sea, para ser uno mismo y conocerse a uno mismo conscientemente (1986, p. 376).
Hoy en día, determinadas disciplinas apenas despiertan interés. La poesía, la filosofía, la estética o la literatura son terrenos que no se intuyen como fértiles, sino como áridos. Aprender a conocerse a uno mismo, como decía Gramsci, de poco sirve como argumento cuando hay otros más sustanciosos y cuantitativamente más generosos. Ese es, probablemente, el problema que cabría solventar. El sistema educativo no ayuda a generar esos futuros, pues es común que los grados se elijan en función de las salidas laborales. Como si la universidad —y, por ende, debería entenderse el conocimiento— solo fuera un mero trámite. Esta forma de pensamiento, en que se busca incesantemente la eficiencia, está provocando que, sin saberlo, estemos bebiéndonos la cicuta de un solo trago.
Referencias bibliográficas:
Gramsci, A. (1986). Cuadernos de la cárcel. Volumen 4. México D. F.: Ediciones Era.
Ordine, N. (2014). La utilidad de lo inútil. Barcelona: Acantilado.
Real Academia Española (2014). Diccionario de la lengua española. 23.ª Edición. Madrid: Espasa.
Valdecantos, A. (2014). El saldo del espíritu. Barcelona: Herder.