Abordar la cuestión del cambio lingüístico requiere, velis nolis, tratar la noción de lengua como una entidad histórica de naturaleza variable. Los cambios y variaciones que tienen lugar en un sistema lingüístico redundan tanto en el nivel particular como en el nivel general de una lengua. El primero de ellos —también conocido como lengua-i o idiolecto— es menos permeable al cambio, mientras que el segundo posee un carácter cambiante con tendencia a evolucionar y, con el paso del tiempo, a perder su identidad (Elvira, 2015, pp. 13-14). De este modo, el cambio lingüístico estriba en dos niveles diferentes y complementarios, como son la gramática interna y el conjunto de convenciones compartidas por una comunidad de habla. No obstante, también se podría aludir al cambio desde el punto de vista de la diacronía y la sincronía. Eugenio Coseriu alude a ambas nociones para explicar cómo ocurren los cambios en la lengua:
[…] La lengua se constituye diacrónicamente y funciona sincrónicamente; mas tal distinción no implica ninguna separación real, puesto que en la lengua el funcionar («sincronía») y el constituirse o «cambiar» («diacronía») no son dos momentos, sino uno solo (Coseriu, 1978, p. 273).
Para una lengua, el funcionar y el cambiar parecen ser las dos caras de la misma moneda. Por consiguiente, los hablantes, al utilizar las lenguas —o, dicho de otro modo, al ponerlas en funcionamiento—, están modificándolas, a pesar de que esa no sea su principal intención. El mero hecho de usar una lengua conlleva su renovación, puesto que hay una serie de factores que tienen lugar a la hora de comunicarnos —verbigracia, la incorporación de nuevas palabras usos o el uso de estas con nuevos significados—. Es decir, los hablantes son agentes y propician los procesos de cambio y variación en la lengua.
Además, cabe señalar que dichos procesos derivan de etapas en las que se producen variaciones motivadas por la frecuencia de uso. Como asegura Elvira (2015), estos procesos dan lugar a «un periodo más o menos largo de alternancia o convivencia entre lo antiguo y lo nuevo en el que la frecuencia de lo viejo va decayendo, mientras que la frecuencia de lo nuevo se incrementa» (p. 25). Grosso modo, el cambio lingüístico sería la operación resultante del asentamiento de la innovación y la difusión; la innovación sería el cambio que se manifiesta en el nivel individual, mientras que la difusión redundaría en el nivel general anteriormente mencionado. A este respecto, Rodríguez Molina asegura lo siguiente: «una innovación gramatical solo adquiere carta de naturaleza como cambio lingüístico cuando, tras un proceso de selección, alcanza un grado de difusión y aceptación lo suficientemente amplio […] como para que pueda considerarse parte integrante de la gramática» (2011, p. 519).
¿Se puede hablar del progreso de una lengua?
Habiendo abordado de manera sucinta en qué niveles opera el cambio lingüístico, es preciso responder a la pregunta que encabeza estas líneas. Tal cuestión es la misma que plantea Jean Aitchison en su obra Language change: progress or decay?; en dicha obra, la autora presenta tres posibilidades que han de ser consideradas para abordar el cambio ora como muestra de progreso, ora como síntoma de decadencia. La primera de ellas abordaría la noción de cambio como una lenta y gradual decadencia de la lengua; la segunda mostraría el cambio como el paso a un estadio más eficiente; la tercera, por su parte, cuestionaría dicho cambio muestra de progreso, pues simplemente se pasaría estadio diferente (Aitchison, 2001, pp. 6-7).
Llegados a este punto, sería pertinente plantearse si la pregunta del título puede aplicarse a las lenguas; o, dicho de otro modo, cabría replantearse si los términos progreso y decadencia son aplicables a los sistemas lingüísticos. Quizá sería más adecuado la palabra evolución para hacer referencia al proceso natural e inevitable que siguen las lenguas. Este planteamiento evolucionista de las lenguas conlleva la percepción de las lenguas como seres vivos que evolucionan y se desarrollan (Elvira, 1998, p. 67). Ahora bien, esta concepción biológica conduce a pensar que las lenguas —siguiendo la analogía con los seres vivos — también mueren. Por ejemplo, a menudo suele considerarse la lengua latina como lengua muerta por varias razones, entre las cuales se situaría el hecho de que ha dejado de evolucionar o que ya no hay hablantes nativos de latín. No obstante, como arguye Wilfried Stroh (2012), el latín ha sufrido cinco muertes a lo largo de su historia; la primera de ellas se produjo, precisamente, en el siglo I, cuando la lengua dejó de evolucionar:
La primera muerte del latín, aquella que fue decisiva desde el punto de vista lingüístico, tuvo lugar al principio de nuestra era […]. En ese momento, la lengua se petrificó y se convirtió en un idioma sin evolución; durante dos mil años, solo adaptaría y renovaría su vocabulario (pp. 357-358).
Este ejemplo sirve para poner de manifiesto la falta de adecuación de los términos progreso, cambio o decadencia en alusión al devenir de las lenguas. Si se quiere aludir a las fases previas a la desaparición de una lengua, entonces se puede hablar de lenguas amenazadas o en peligro, como asegura David Crystal (2001, p. 32). No resultaría pertinente, por tanto, asociar el cambio lingüístico con la noción de decadencia —que, como se especifica en el DLE es la ‘acción o efecto de decaer (ir a menos)’—. En todo caso, la decadencia no estaría relacionada con nociones estrictamente gramaticales, sino que su aplicación podría hacer alusión a factores sociolingüísticos relacionados con la desaparición de las lenguas. Asegurar que una lengua decae —i. e., que va a menos, siguiendo la definición anterior— o progresa supondría establecer una «jerarquía gramatical» a partir de la cual las lenguas que incumplieran ciertos patrones se considerarían decadentes, y las que evolucionaran a estadios considerados superiores progresarían. De este modo, por poner algunos ejemplos, el derrumbamiento del antiguo sistema cuantitativo latino — consistente en vocales largas y breves— debería ser considerado como un inequívoco síntoma de decadencia, y la gramaticalización del verbo haber —en cuyo proceso tienen lugar, v. gr., cambios fonológicos, semánticos y morfosintácticos— incitaría a pensar que se trata de una muestra de progreso, por cuanto se han producido múltiples fenómenos gramaticales, como el reanálisis de su estructura o el incremento de frecuencia (Rodríguez Molina, 2011, p. 25). Sin embargo, ambos fenómenos suelen tratarse únicamente como ejemplos de cambio lingüístico, y no como pruebas fehacientes de la decadencia o el progreso de una lengua.
En definitiva, conviene señalar el papel fundamental de los hablantes en los procesos de evolución de una lengua, puesto que es el uso que hacen los propios hablantes de una lengua el que origina el cambio lingüístico. Fue la evolución —y no la decadencia o el progreso— la que originó el paso del latín vulgar a las lenguas romances. Del mismo modo, hoy no hablamos el mismo castellano que en el siglo XVI, y no por ello se considera que la lengua actual esté en una fase superior o inferior a la mencionada; simplemente se trata de estadios diferentes. En relación con lo anteriormente expuesto, resultaría adecuado finalizar con la siguiente cita de Eugenio Coseriu:
Los hablantes, por lo común, no pretenden modificar la lengua, sino solo utilizarla: hacerla funcionar. Ahora bien, la lengua cambia en el funcionamiento, lo cual quiere decir que la utilización de una lengua implica su renovación, su superación. La lengua debe, pues, en cierto sentido, contener los principios de su propia superación, del llamado «cambio lingüístico (p. 273).
Referencias bibliográficas:
Aitchison, J. (2001). Language change: progress or decay? Cambridge: Cambridge University Press.
Coseriu, E. (1978). Sincronía, diacronía y tipología. Madrid: Gredos.
Crystal, D. (2001). La muerte de las lenguas. Madrid: Cambridge University Press.
Elvira, J. (1998). El cambio analógico. Madrid: Gredos.
— (2015). Lingüística histórica y cambio gramatical. Madrid: Síntesis.
Herman, J. (2013). El latín vulgar. Barcelona: Ariel.
Rodríguez Molina, J. (2010). La gramaticalización de los tiempos compuestos en español antiguo: cinco cambios diacrónicos (tesis doctoral). Universidad Autónoma de Madrid.
Stroh, W. (2012). El latín ha muerto. ¡Viva el latín! Barcelona: Ediciones del subsuelo.