Los certificados de idiomas son un requisito indispensable para casi cualquier currículum. Y lo son, precisamente, porque tanto las ofertas de empleo como las ofertas de grados, posgrados y diferentes becas así lo requieren. En el caso concreto de los traductores, la certificación de idiomas es condición sine qua non desde los primeros años de carrera puesto que, como es evidente, a un traductor se le ha de exigir un dominio tanto de la lengua materna (o de origen) como de la lengua meta. Ahora bien, ¿son los certificados de idiomas la mejor manera de demostrar el nivel de dominio de una lengua?
El dominio de una segunda lengua
Como es bien sabido, el nivel de dominio de una lengua se establece en relación con diferentes estándares; el internacional es el Marco Común Europeo de Referencia para las lenguas (MCER), basado en una escala que abarca desde el nivel A1 (el más básico) hasta el C2 (dominio de la lengua). Este criterio tiene el objetivo de proporcionar «una base común para la elaboración de programas de lenguas, orientaciones curriculares, exámenes, manuales, etc., en toda Europa» (Consejo de Europa, 2002, p. 17).
Asimismo, el planteamiento de un marco común tiene como objetivo el describir y enseñar lo que los estudiantes de lenguas deben conocer para comunicarse en una lengua extranjera; es decir, qué conocimientos y destrezas se deben manejar para poder tener una competencia en otra lengua y poder usarla en un contexto cotidiano.
De este modo, el MCER permite planificar, por un lado, los programas de aprendizaje de lenguas —objetivos, contenidos y selección de materiales—; por otro lado, tiene como objetivo la certificación de lenguas a partir de la descripción de los contenidos de los exámenes y los criterios de evaluación en función del rendimiento positivo de los alumnos (Consejo de Europa, 2012, p. 6).
¿Para qué son útiles los certificados?
Los certificados de idiomas son un requisito indispensable en determinados contextos. En el ámbito académico, por ejemplo, se pueden exigir certificados de idiomas para estudiar en una universidad extranjera o para matricularse en un grado, posgrado o programa de doctorado.
Más aún, muchas universidades incluyen en sus grados créditos de idiomas —el más común es el inglés—, de modo que, para obtener el título, previamente el alumno ha tenido que dar cuenta de un cierto dominio de una lengua extranjera —en función de la universidad, se exige como mínimo un nivel B1 o B2—.
También se requieren estos certificados en los procesos de obtención de nacionalidades. Por ejemplo, para tener la nacionalidad española es necesario, además de superar la prueba CCSE (Prueba de conocimientos constitucionales y socioculturales de España), acreditar un nivel A2 de español mediante el diploma de español DELE del Instituto Cervantes.
En las ofertas de empleo también se demandan los certificados de idiomas; en algunos casos, no tenerlos impide que la solicitud siga adelante. Esto ocurre cuando se requiere el dominio de una segunda lengua que va a ser utilizada tanto o más que la lengua materna del solicitante. Por ejemplo, algunas oposiciones en España fijan un requisito lingüístico como es dominar, además del español, la lengua cooficial del territorio en el que se ofrezca el puesto.
¿Qué demuestra un certificado?
Como hemos señalado líneas atrás, los certificados siguen determinados estándares para fijar los niveles de dominio de una lengua, en torno a los cuales se articulan los programas de aprendizaje y los exámenes. No obstante, el hecho de que el nivel de dominio de un idioma dependa de un examen —o de un certificado— invita a pensar acerca de cómo está planteada la enseñanza de idiomas.
En primer lugar, porque se conciben las lenguas en relación con los títulos, es decir, como llaves que permiten abrir puertas. Y, en efecto, esto es así porque las lenguas son sistemas de comunicación, pero no porque sean el medio para la consecución de un título que, a su vez, permita acceder a un empleo. Además, la ausencia de certificados de idiomas que den fe del dominio de una lengua no implica que un hablante no pueda ser competente en otras lenguas.
En muchos casos, los certificados de idiomas sirven como filtros para conocer el dominio de una lengua —por ejemplo, en procesos de selección de un empleo—, sin tener en cuenta que hay gente que domina varias lenguas sin tener una acreditación oficial por ello. Si se tiene en cuenta que se pueden adquirir títulos de idiomas falsificados —basta con echar un vistazo en Internet o en la deep web—, se puede dar la paradoja de que alguien con título oficial no sepa decir ni una palabra en esa lengua, tirando por tierra toda la base teórica de la estandarización del dominio de las lenguas. Como suele decirse, hecha la ley, hecha la trampa.
En segundo lugar, la división de las lenguas en compartimentos estancos es una fragmentación artificial, una mera convención, que no tiene necesariamente como base el desempeño cotidiano en esa lengua, sino que se ajusta a los criterios diseñados por programas de enseñanza de idiomas. Si el fin de los programas de enseñanza de lenguas está enfocado a saber desenvolverse en un modelo de examen, entonces el alumno sabrá hacer un examen sobre vocabulario o gramática de esa lengua, pero no necesariamente sabrá manejarse en una conversación en esa lengua lejos de las aulas.
Si se permite el ejemplo, ocurre algo similar con el carné de conducir: se enseña a aprobar un test mediante la repetición —a veces, en cursos intensivos— de muchos test diferentes. Igual que ocurre con el examen práctico: se enseña a aprobar un examen, pero a conducir se aprende después, en el día a día y cuando ya no hay un profesor como copiloto. Con la enseñanza de idiomas pasa algo similar: se toman como base patrones y se orienta a los alumnos a cómo hacer un examen. La lengua se va adquiriendo posteriormente, con el uso y con la necesidad de comunicarnos.
En suma, la utilidad de los certificados de idiomas es indiscutible tanto para el mercado laboral como para el académico, pues se ha convenido en tomar como base que la acreditación de idiomas, tal y como la conocemos —mediante un modelo de examen—, es fedataria del conocimiento de una segunda lengua. Aunque, en realidad, lo que prueba el conocimiento de una lengua es su puesta en práctica. Porque, como suele decirse, «el movimiento se demuestra andando».