¿De verdad el latín es una lengua muerta?
El principal argumento para decir que el latín es una lengua muerta es evidente: nadie tiene la lengua latina como lengua materna. Sin embargo, defender lo contrario puede ser igual de contundente que la afirmación anterior. Es decir, ¿cómo va a estar muerta una lengua de la que incorporamos palabras y las usamos a menudo? ¿Por qué hay lenguas de diferente origen, como el alemán, el inglés, el ruso o el francés, que presentan préstamos latinos?
Antes que nada, conviene responder a esta última pregunta haciendo una clara distinción entre latinismo crudo y adaptado. O lo que es lo mismo: aquellos que reciben un tratamiento de extranjerismo —y, por tanto, mantienen la grafía original— y los que adaptan su grafía o fonética a la lengua de destino. Pongamos dos ejemplos: la palabra fatum, registrada en el Diccionario de la lengua española (DLE), mantiene su grafía y pronunciación de origen, mientras que la palabra álbum está adaptada a la grafía del castellano. ¿A qué se debe este hecho? Principalmente se debe a la intención del escritor de remarcar que esa palabra es un latinismo. Así queda recogido en la Ortografía de la lengua española (OLE):
Son voces propiamente latinas, que no cabe considerar incorporadas al caudal léxico del español, aquellas que se usan en los textos con plena conciencia por parte del autor de estar empleando términos en latín, unas veces por simple prurito culto y otras, las más, por resultar más expresivo, informativo o evocador denominar con la palabra latina correspondiente realidades directamente vinculadas o pertenecientes al mundo latino, clásico o medieval (2010, § 2.2.2, p. 605).
Por este motivo, encontramos quadrivium y cuadrivio (palabra patrimonial), fatum y hado o trivium y trivio. El uso de unos u otros términos está regido por el criterio del autor de resaltar que se trata, en efecto, de palabras latinas. Pero, en realidad, utilizamos más latín del que, a priori, solemos pensar. En un registro coloquial podemos escuchar perfectamente palabras como pódium —con el equivalente castellanizado podio, y la voz patrimonial poyo—, fórum o summum, por no hablar de otras como currículum, ultimátum o auditórium. Todas ellas proceden de la forma neutra de la segunda declinación latina —a excepción de ultimátum, que procede del supino del verbo ultimō ‘llegar a su fin’, ‘ultimar’—.
Más difíciles de ver son aquellas palabras que no tienen un claro rastro latino —terminación en –um o en –is—, como los participios de presente latinos. Los participios de presente en latín son aquellos como agens, -entis (de donde procede la palabra agente), amans, –antis (véase amante) o praesĭdens, –entis, que nos ha legado el término presidente. Todas ellas se traducen del latín como «que hace», «que ama» o «que preside», respectivamente. No obstante, cabe destacar la formación de la forma femenina de estos participios. Hoy en día es frecuente leer palabras como presidenta, clienta, parienta o tenienta, formas todas ellas femeninas con las que se designa a las personas del sexo femenino. Aunque la asociación entre sexo y género daría para un largo debate, lo que conviene destacar es que hay palabras acabadas en –nte —es decir, respetando su etimología— que designan a personas del sexo femenino, como agente —no existe *agenta—, representante —no *representanta— o estudiante, no *estudianta. También es difícil ver la relación en los términos acabados en -abo y -ebo, que proceden de la forma del futuro de indicativo de los verbos tanto de la primera como de la segunda conjugación. Por ejemplo, palabras como lavabo —literalmente, ‘lavaré’; la explicación etimológica se puede encontrar en el DLE—, placebo ‘agradaré’ o nocebo, que encontramos en la expresión efecto nocebo, que alude a la reacción negativa hacia un medicamento por considerarlo negativo. Es decir, lo contrario al efecto placebo.
También en español hay palabras que, aunque no lo pueda parecer, proceden del latín. Esto ocurre en aquellas palabras que proceden del neutro plural de la segunda declinación latina. Dicho de otro modo: hay términos como boda, leña, hueva u hoja que proceden de la forma neutra latina, pero al carecer nuestra lengua de dicho género, estas palabras se interpretaron como de género femenino —es decir, es la asimilación del sistema de tres géneros al sistema de dos—.
Los antropónimos tampoco se salvan
El latín también ha dejado su huella en los nombres de persona, y no solo en aquellos más conocidos gracias a la historia antigua, como César, Antonio, Marco, Julio, Aurelio o Augusto. También lo encontramos, verbigracia, en los nombres de Cecilio y Cecilia, procedentes del diminutivo de caecus, cuyo significado es ‘ciego’ u ‘oscuro’. También el nombre de Leticia es especialmente reseñable, pues procede del sustantivo latino laetitia, -ae que significa ‘alegría’. Por supuesto, también los nombres de Marina —de la forma femenina del adjetivo marinus, –a, -um ‘procedente del mar’,— Cándido —del adjetivo latino candidus ‘brillante’, ‘blanco’, ‘claro’—, Silvia —relacionado con el sustantivo silva, -ae ‘selva’, ‘bosque’— o Patricia, nombre cuya etimología nos remite al sustantivo patricius, -a, que alude a aquellos que pertenecían a la clase social privilegiada y que, por tanto, descendían de los patres de la ciudad.
Las locuciones latinas, un caso aparte
Un capítulo aparte merecen, sin duda, las locuciones latinas. Según la ya citada OLE (2010), estas locuciones son «expresiones pluriverbales fijas en latín, que se utilizan en contextos específicos, especialmente en el lenguaje académico, científico, jurídico y político —aunque algunas han pasado también a la lengua general—, con un sentido más o menos cercano al significado literal latino» (§ 2.2.3, p. 610). Merece la pena remarcar, por lo tanto, que su empleo suele ir ligado a un nivel culto y a registros formales y especializados. El «problema» estriba en el mal uso de ciertas locuciones. Es común leer o escuchar perlas como *a grosso modo en vez de grosso modo, *de motu propio por motu proprio o *status quo en lugar de statu quo —pronunciado [estátu kuó]—. Todas estos errores a la hora de escribir o proferir tales locuciones procede no solo del desconocimiento, sino también de la intención de otorgarle un aire culto a cualquier enunciado. Una buena solución hubiera sido sustituir tales locuciones por otras de nuestra lengua, como a grandes rasgos, por iniciativa propia o estado de las cosas. Es evidente que no «suenan» igual de bien, pero en caso de no saber qué es el caso ablativo —en el que se encuentran dichas palabras latinas— lo mejor es no arriesgarse con los latinajos. Por si acaso.
Referencias bibliográficas:
Corominas, J. y Pascual, José A. (1984). Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico. Madrid: Gredos.
Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española (2005). Diccionario panhispánico de dudas. Madrid: Santillana.
Real Academia Española y Asociación de Academias de la lengua española (2009). Nueva gramática de la lengua española. Madrid: Espasa.
Real Academia Española y Asociación de Academias de la lengua española (2010). Ortografía de la lengua española. Madrid: Espasa.
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Para reflexionar.
Ciertamente, se parte desde un error bastante común al preguntarnos si el latín es una lengua muerta, y además al preguntarnos por el español con referencia al latín. No es que «haya palabras en español, que aunque no lo pueda parecer, proceden del latín», es que en su inmensa mayoría el español es latín. El latín (entendiéndolo como la lengua cambiante y no como el latín clásico, artificioso) no se dejó nunca de hablar, de hecho, no podría estar más vivo que nunca. Tú estás hablando latín de 2017
Muy buena la explicacion. Gratias!