El arte de la traducción en la Ilustración
El arte de la traducción y la labor de los traductores durante el siglo XVIII fue fundamental para la difusión de las ideas ilustradas en Europa; gracias a estos ideales se conformó la «globalización cultural» de la que somos herederos. El oficio de la traducción, en este contexto, no solo fue el vehículo a partir del cual se permitió la transmisión ideas de una lengua a otra, sino también ayudó a conformar nuestra concepción de cultura europea y occidental.
¿Qué entendemos por Ilustración?
Lo primero que cabe definir es qué suele entenderse por Ilustración; en sentido amplio podría entenderse como un movimiento sociocultural y político que tuvo presencia durante el siglo XVIII y principios del XIX como reacción a las ideas del antiguo régimen. La Ilustración impulsó ideas como la libertad de pensamiento, la libertad de expresión, el valor de la ciencia, los derechos humanos o la fe en la razón y el progreso.
Quizá el mejor resumen para entender lo que es la Ilustración se puede encontrar en estas palabras del texto ¿Qué es la Ilustración?, de Immanuel Kant: «La Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad […]. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la Ilustración».
La figura del traductor
En el contexto de conformación de lo que entendemos como Edad Moderna, la figura del traductor sirvió para difundir, a lo largo y ancho del continente europeo, el conocimiento que albergaban los los tratados y las obras de carácter científico. No obstante, es preciso abordar varias cuestiones acerca del oficio del traductor en esta época que distan de la labor de traducción tal y como la entendemos hoy.
Por un lado, existe una dificultad a la hora de definir si una obra es una traducción, una adaptación o un original. Como apunta Peytavy (2012, pp. 253-254), al no existir en esta época el concepto de propiedad intelectual, el traductor podía modificar la obra original, ya fuera eliminando fragmentos o añadiéndolos. A ello hay que sumarle el hecho de que un traductor podía presentar como original una obra traducida, pues se pagaban mejor los originales que las traducciones.
Las adaptaciones o modificaciones no solo ocurrían en obras de carácter literario, sino que el traductor podía ejercer también como censor, sobre todo si la obra traducida abordaba cuestiones de índole política o religiosa puesto que, durante esta época, el oficio de la traducción dependía en buena medida del clero, sobre todo en las traducciones al latín de obras de temática religiosa.
El latín y las lenguas vernáculas
Hasta el Siglo de las Luces, la tendencia de autores como Newton, Copérnico, Kepler, Galileo Galilei, Gauss o Linneo era publicar sus tratados en lengua latina. En este punto es importante mencionar el surgimiento de las lenguas vernáculas en Europa.
Como apunta Geoffrey P. Baldwin (2007, p. 125), en los siglos anteriores a la Ilustración, la lingua franca era el latín, pero el hecho de que una obra estuviera escrita en latín implicaba que a ella solo podía acceder un público culto que, además de manejar la suya, entendía la lengua latina; con la traducción de las obras latinas a las lenguas vernáculas, y de unas lenguas vernáculas a otras, se permitía que ese conocimiento llegara a un público más amplio.
El latín ya no tenía hablantes maternos y, tal y como señala P. Burke (2007, p. 77), tanto el latín hablado como escrito solo se manejaba en la Iglesia Católica, el mundo académico, el derecho o la diplomacia. No obstante, durante el siglo XVIII se siguieron traduciendo textos al latín; como señala Burke (2007, pp. 80-81), se documentan en torno a 200 traducciones de las lenguas vernáculas al latín.
Dos corrientes de traducción
También es importante mencionar las dos corrientes de traducción que tuvieron lugar durante gran parte del siglo XVIII: la corriente clásica y la corriente renovadora. Por una parte, podemos hablar de una corriente clásica que se basaba en la idea de equivalencia, es decir, consideraban que no era suficiente con ser fieles solo al sentido, sino que también debían reproducir el estilo y las figuras retóricas del autor original. Por consiguiente, la traducción habría de enfatizar más la expresión que la comprensión, al tiempo que debía ser fiel, en la medida de lo posible, al texto original.
La otra corriente que tuvo importancia durante esta época es la denominada corriente renovadora. El principal eje de esta corriente es que se centra principalmente en el destinatario del texto y no en la fidelidad al texto original —que, para esta corriente, es algo secundario—, de forma que el texto original se debe adaptar al lector: «Todos los frecuentes cambios que introducen en la versión de obras se justifican por este interés en el destinatario del texto literario y en su afán por procurar que la versión no parezca tal, sino obra original acomodada a los gustos y costumbres del receptor» (Pajares, 1996, p. 171).
A modo de conclusión sobre la concepción del oficio del traductor en esta época, resulta oportuno traer a colación las siguientes palabras reproducidas en una carta, publicada en 1767:
[…] ¿Qué sucederá entre aquellos inicuos traductores, enemigos implacables de nuestra lengua, y por desgracia nuestra los menos extinguibles? El flujo de traducir, y traducir tan mezquinamente, como se está viendo, ya se hizo general, porque se ha convertido en un ejercicio o, por mejor decir, un oficio de pane lucrando. Estas que se llaman traducciones y que más bien son unas vilísimas copias que solo se diferencian de sus originales en la mudanza o versión servil del vocablo. […] Los traductores que merecen llamarse tales son escasísimos, el arte de traducir es poco conocido y, de consiguiente, las obras traducidas (excepto una u otra) son de ningún mérito.
(Carta sobre el abuso de las malas traducciones, y utlidad de reimprimir nuestros buenos autores).
Referencias bibliográficas:
Burke, P. y Po-Chia, R. (eds.) (2010). La traducción cultural en la Europa moderna. Madrid: Akal.
Pajares, E. (1996). La teoría de la traducción en el siglo XVIII. En Livius, 8, pp. 165-174.
Peytavy, C. (2012). Las traducciones francesas en el teatro español del siglo XVIII. En J. Farré, N. Bittoun-Debruyne y R. Fernández (eds.). El teatro en la España del siglo XVIII. Homenaje a Josep María Sala Valldaura (pp. 253-267). Lérida: Universitat de Lleida.
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